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A las 6 y pico

La vida en la ciudad

La vida en la ciudad (Relato fantástico)

Dicen que la vida en la ciudad provoca angustia. Las prisas, las aglomeraciones humanas, la inseguridad...
¡Tonterías! La angustia es un estado mental que se puede vencer con suma facilidad. El secreto es sencillo: no preocuparse.
Hoy, por ejemplo, me he levantado con ganas de lentitud. No quería darme prisa. No me daba la real gana de correr.
Hoy, por razones ajenas a las autoridades, las concentraciones de agentes contaminantes en el aire de esta metrópoli eran muy bajas. La luz perfilaba los contornos de las cosas con nitidez y resaltaba los colores. ¡Se podía respirar a pleno pulmón! Cuando he salido a la calle, todo, excepto las personas, parecía saludarme al pasar.
He disfrutado recorriendo las calles con calma, cruzando los pasos de cebra con parsimonia mientras los conductores hacían sonar sus bocinas hoscas y malhumoradas con una insistencia digna de mejor causa y yo sonreía: a los conductores, a los coches, a las bocinas, a los bocinazos y a la insistencia.
Sonreía al mundo sin pudor ni disimulo.
Al llegar a la boca del Metro, he bajado las escaleras muy despacio, estorbando el paso de seres enloquecidos y agitados que me insultaban con el deje local y con acentos de todas las latitudes: ¡qué maravilla ecléctica y cosmopolita! He esperado en el andén junto con estos personajes inquietos y multiétnicos, quienes, al verme, han murmurado maldiciones en mil idiomas distintos: ¡qué riqueza cultural!
Una mujer comía un enorme bocadillo y nos miraba a todos los allí presentes como si temiera que fuésemos a robárselo.
Me acerqué a ella y dije:
- Buen provecho.
Ella delegó la respuesta en su mirada. Ésta dijo:
- ¿Qué quieres de mí? ¡Vete!
Me alejé de la mujer y de la mirada mientras comenzaba a urdir planes para robarle el bocadillo a la primera, más que nada por hacer algo mientras esperaba.
Cuando el primer metro, temible, veloz y subterráneo, ha llegado rugiendo, todos se han agolpado frente a la puerta, como si entrar el último en el vagón fuese un delito castigado con la pena de muerte. Yo he decidido esperar a que pasara un tren con menor densidad de población. Algo que se asemejase menos a un camión de transporte de ganado. Mientras esperaba, una fauna variopinta ha desfilado por el andén. Niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, pobres y menos pobres (ricos, aquí en el Metro, no, claro), de aquí y de acullá... Seres de pelajes tan diversos, pero tan parecidos: todos con la misma prisa, todos igual de comprimibles al entrar en los sucesivos vagones.
Durante un rato, me he dedicado a ver la televisión del Metro, pero he perdido interés. No me creía nada de lo que me contaba. Ni siquiera creo a mi televisor, que es de confianza, hasta lo tengo instalado en casa. Cómo me voy a fiar de esta pantalla extraña. He preferido mirar mis pies, que ejecutaban una complicada danza al son de la música que sonaba por megafonía: creo que era Bach.
Cuando también este entretenimiento ha dejado de interesarme, he degustado pausadamente el bocadillo, que ha resultado ser de jamón ibérico (¡exquisito!).
Por supuesto, he llegado tarde al trabajo.
He llegado bastante tarde, de hecho, y no ha sido la primera vez... ¡Ni mucho menos!
Mi jefe se ha puesto tan nervioso que me ha despedido.
He salido a la calle. Un cielo despejado y luminoso y una temperatura tibia, agradable, invitaban a seguir paseando sin prisas, arropado por el fluir policromo de gente y automóviles.
Mientras caminaba de nuevo por las calles de mi ciudad, he comenzado a cantar una canción que es todo un himno:

Dum dum du-a du-a du-aaaaaaa...
du-a du-a du-a...
Don’t worry...
Be happy!


Javier Lázaro Sanz (marzo de 2003)

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